lunes, 6 de febrero de 2017

KOKICHI TSUBURAYA: EL HOMBRE QUE SE CANSÓ DE CORRER...



Era el 9 de enero de 1968, cuando Kokichi Tsuburaya se despertó. Desde hacía 4 años, cada mañana se levantaba sobresaltado. Aquel sueño le perseguía. No podía huir de él. Estaba él, una recta, un estadio lleno coreando su nombre y… el vacío. 
 En cada noche, pensaba que llegaría a meta segundo y que no sería adelantado por el atleta que venía detrás. Pero no era así, siempre llegaba tercero. 

Discurrían los Juegos Olímpicos de 1964, Tokio como ciudad organizadora y sobreponiéndose al desastre de la II Guerra Mundial, había planificado unos Juegos para presentarse al mundo. Kokichi había participado en los 10000 metros quedando sexto, pero aún tenía un sueño, la prueba reina, la Maratón. Cuatro años antes, un desconocido  Abebe Bikila, había conquistado descalzo el suelo romano.

Era una mañana fría, húmeda y la polución se hacía notar. Kokichi ocupó su sitio en la línea de salida. A su lado, un espigado etíope, el gran Abebe Bikila, esta vez, calzado. Kokichi contaba con su adaptación a la climatología y sobre todo, contaba con el apoyo de los suyos. Se dio la salida, y en los primeros kilómetros , los favoritos se fueron posicionando.


A partir del kilómetro 30, la carrera se rompió. Era Bikila y los demás. No importó que unas semanas antes estuviera en una mesa de quirófano poniendo remedio a su apendicitis. Abebe era el rey y el resto de las medallas se las pelearían los mortales. Los mortales iban cayendo, quedando en solitario como segundo, el samurai Tsuburaya. Pasaban los kilómetros, con su correr enérgico y constante, no se le podía escapar la gloria de ser el primero de los mortales. 
Peligrosamente por detrás, el plusmarquista británico Benjamin Basil Heatley, le iba acechando. Bikila, llegó al estadio, el público en pie le recibió. Cruzó la meta consiguiendo la medalla de oro y un nuevo récord del mundo. Tras cruzar la meta, como muestra de superioridad, se puso a estirar. 


El público comenzó a rugir, uno de los suyos se acercaba al estadio. Kokichi Tsuburaya, entró al tartán segundo. Sólo le quedaba una curva y una recta para devolver la gloría a su país. Unas pocas zancadas y braceos y la presea argenta sería suya. A 200 metros del final, el británico Heatley, el otrora recordman de maratón, le adelantó violentamente. Kokichi no pudo seguirle. Entró tercero.


 Kokichi sintió como una deshonra y una traición hacia su pueblo quedar el tercero. Como buen japonés, Kokichi, estaba muy arraigado a la férrea tradición nipona, creía y era fiel seguidor del código Bushido. Con la premisa de recuperar su honra, en los Juegos siguientes, los de México, intentaría estar en lo más alto del podium. Para ello, sólo correría. 

Apartó de su vida todo, a su familia, a su novia, sólo entrenó. Las lesiones llegaron, en forma de tendinitis y de lumbalgia. Pensó que él no podía permitirse el estar parado, sin entrenar, para conseguir su sueño. Los fantasmas de la desesperación se adueñaron del corredor japonés. Porque para Kokichi, el correr dolía, pero el no poder correr, mataba.  

Aunque Kokichi había perdido el combate, decidió no bajarse del ring, hasta esa fría mañana de enero. Comprendió que cuando se apagan los focos, el único rival eres tú mismo y valoras si todo el esfuerzo para conseguir el objetivo merece la pena. Aquella mañana, decidió tirar la toalla. No disfrutaría jamás de los hanami en enero. 

Kochiki, decidió dejar de correr… y de vivir. En su mano cerrada, se encontraron la medalla de bronce de los Juegos de Tokio y una nota en la que ponía “estoy demasiado cansado para correr más”… 


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